Os voy a explicar la historia de cómo, cuando era pequeño, me convertí en figurita de Belén.
Cuando lo conté entonces, nadie me creyó y supongo que ahora tampoco me vais a tomar en serio pero, ¿sabéis qué? Pues que, en el fondo, me da igual. Tenía 8 años y lo que viví fue tan increíble que quería gritarlo a los cuatro vientos, que todos lo supieran... Pero los sesudos adultos me daban palmaditas en la espalda, se reían y decían “qué imaginación tiene este niño”.
A fuerza de insistir, lo único que logré fue sorprender una conversación nocturna de mis padres en la que expresaban su inquietud por mis obsesiones. Así fue como, de un día para otro, decidí callar. Todos pensaron que me había aburrido de contar la misma fantasía y, en pocas semanas, se habían olvidado de ello. Yo no. Nunca se me irá de la mente ni del corazón.
El miércoles pasado vino Raúl, mi nieto menor, tiene siete años. Apareció contento, dispuesto a ayudarme a montar el Pesebre... Ese muchachito es el que más se parece a mi; disfruta con ello. Sacamos las cajas del altillo, las bolsas de plástico con las montañas de corcho... Pusimos la vieja tela de saco encima de la mesa. Éramos dos buenos amigos trabajando en equipo. Raúl sugería colocar la cueva más a la izquierda, para que quedase distinto del que hicimos año anterior, e iba desenvolviendo, una por una, con todo cariño, las distintas figuritas que, con la mayor delicadeza, había guardado hacía once meses: la Virgen, el ángel, un pastor...
Entonces decidí contarle la historia a mi nieto:
- Raúl, ¿descansamos un rato?, ¿quieres merendar?
- Vale, colocamos esta montaña y merendamos.
Preparé dos tazones de leche con cacao –yo no puedo abusar, pero un día es un día- y unas rebanadas de pan con jamón y queso.
- Raúl, ¿te puedo contar una cosa?
- Claro, abuelo, ¿es una historia?
- Es algo que me sucedió a mí, hace muchos años, cuando tenía aproximadamente tu edad.
- Vale, cuenta –dijo Raúl tragando rápidamente un bocado para no hablar con la boca llena.
- Lo que te voy a explicar es cierto... pero, si tu crees que es un cuento... pues... no pasa nada ¿vale? –sonreí.
- Uy, abuelo, que misterioso.
- Hace muchos años, mis padres, mis hermanas y yo vivíamos en la casa del pueblo...
- Dónde vamos en verano, ¿verdad?
- Sí. Pues allí, por Navidad, también poníamos nuestro Belén. Mis hermanas mayores lo hacían todo y a mí casi no me dejaban colaborar. Un año, cuando ellas ya lo habían puesto, yo, medio enfadado, me levanté de la cama mientras dormían decidido a mover todas las figuritas y a colocarlas a mi gusto.
- Je, je... yo le hice esto una vez a Marta –me interrumpió Raúl - sigue, sigue, abuelo.
- Pues bien... resulta que me aproximé silenciosamente a la mesita donde estaba el Nacimiento. Llevaba una vela en la mano que lo llenaba todo de sombras. Al acercar mi mano para empezar a mover pastores, escuché una voz suave que decía “cuidado”
- ¿Quién era?
- Un pastor, Raúl, un pastor del Belén.
- ¿Qué?
- Ya pensaba que no me creerías –dije
- Bueno, tu continúa –Raúl tenía el tazón de leche en la mano y la boca semiabierta. Los ojos le brillaban.
- Acerqué la vela a las figuritas y vi que se movían, que hablaban entre ellas. Me quedé medio paralizado, sin saber que hacer y, unos segundos más tarde pude murmurar “pero, ¿qué pasa aquí?”. Un pastorcillo de túnica a rayas azules que llevaba un corderito en brazos se giró y me dijo: “¿no lo sabes? ¿no has visto el ángel?”. El corazón me latía tan fuerte que creía que me iba a dar algo.
- ¡Madre mía! –exclamó Raúl, esta vez sin preocuparse por tragar, con la boca llena.
- El pastor seguía hablando “Estábamos sentados al lado del fuego cuando se nos ha aparecido un ángel... ¡Nos hemos asustado mucho! Pero él ha dicho enseguida que no tuviéramos miedo, que venía a anunciarnos una gran noticia, que en la ciudad de David ha nacido el Salvador, el Mesías... ¡qué encontraríamos al niño envuelto en pañales en un pesebre! Cuando el ángel ha dejado de hablar, otros se han unido a él con unos cánticos maravillosos diciendo Gloria a Dios que está en el cielo y en la tierra paz a los hombres a quién el Señor ama”.
Yo escuchaba al pastor embobado. Él seguía hablando “Los ángeles se han ido hace poco y ahora estábamos pensando en que lo mejor sería acercarnos a Belén, a ver qué es eso que ha pasado y que el Señor nos ha hecho saber”
Raúl me miraba, ya no respondía nada, así que continué con la explicación:
- Yo me sentía emocionado y muy feliz, como flotando, así que no se me ocurrió otra cosa que decirle al pastorcillo “dejadme ir con vosotros, por favor, por favor”. Un pastor alto y fuerte que estaba a su lado me respondió “ven” y, al instante, sentí un pequeño vértigo, cerré los ojos y, al abrirlos ¡estaba en el Belén! ¡era del tamaño de las figuritas! ¡Raúl, yo era uno de ellos! ¡Estaba allí!
Me dieron una manta algo sucia y raída, pero muy calentita y me abrigué con ella... ¡iba en pijama y zapatillas! Anduvimos un rato hasta que llegamos a nuestro destino:
¡Allí estaba! ¡Lo encontramos todo tal y como habían dicho los ángeles!... Vimos a María y a José y al pequeño Jesús en el pesebre ¡yo lo vi! ¡Estuve allí! y lloré y reí de la emoción en ese momento.
Mi corazón bailaba feliz en el pecho y sentí que me inundaba la sensación de paz más hermosa e indescriptible que se pueda imaginar. Miré a mi amigo pastorcillo y le susurré “gracias por dejarme venir” y le devolví su manta.
De repente, estaba de nuevo en la salita de la casa, con mi tamaño habitual, con la vela casi consumida. Las figuritas, inmóviles, estaban todas delante del portal. Miré el Nacimiento, le di un beso al niño y regresé a la cama.
Al día siguiente me despertaron los gritos de mi hermana “¿quién ha puesto todos los pastores juntos aquí delante? ¡seguro que ha sido Juan!”. Yo me levanté de un salto, corriendo y gritando “han sido ellos mismos, lo han hecho solos”. Mi hermana no me hacía ni caso y los estaba poniendo todos como los había dejado el día anterior. A partir de ahí, traté de explicar lo que había vivido, a la familia, a los amigos... Nadie me creyó. Todos se reían y aseguraban que lo habría soñado. Yo insistía e insistía... entonces hablaban de mi gran imaginación. Y yo, venga a repetir lo sucedido durante varios días; hasta que comprobé que mis padres empezaban a preocuparse. Entonces no lo conté nunca más. Hasta hoy, Raúl, que te lo he explicado a ti.
- Abuelo, ¿tu estás seguro de que no lo soñaste?
- Segurísimo.
- Entonces, yo te creo. Te lo prometo.
Mi nieto se acercó y me dio un gran abrazo.Por eso ahora os lo he contado a vosotros, porque si me queréis creer, bien, y si no, no me importa. Lo que me vale es que Raúl me ha creído. Tal vez cualquier noche él también pueda ir a Belén, con los pastores, a adorar al niño.